Que tal alumnos: Estos son los relatos que van a ser tomados en la prueba del 24/8. Acuerden que deben sumar a estos relatos, la película de Hansel y Gretel que vimos en clase.
Julio Cortázar- Continuidad de los parques
Había empezado a leer la novela unos días antes. La
abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la
finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes.
Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el
mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del
estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante
posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra
vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la
ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su
cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en
la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por
un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido
desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Marco Denevi- Esquina peligrosa
El
señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del
mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido
cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.
Cuentos de Ray Bradbury
MARZO
DE 2000- El
contribuyente
Quería
ir a Marte en el cohete. Bajó a la pista en las primeras horas de la mañana y a
través de los alambres les dijo a gritos a los hombres uniformados que quería
ir a Marte. Les dijo que pagaba impuestos, que se llamaba Pritchard y que tenía
el derecho de ir a Marte. ¿No había nacido allí mismo en Ohio? ¿No era un buen
ciudadano? Entonces, ¿por qué no podía ir a Marte? Los amenazó con los puños y
les dijo que quería irse de la Tierra; todas las gentes con sentido común
querían irse de la Tierra. Antes que pasaran dos años iba a estallar una gran
guerra atómica, y él no quería estar en la Tierra en ese entonces. Él y otros
miles como él, todos los que tuvieran un poco de sentido común, se irían a
Marte. Ya lo iban a ver. Escaparían de las guerras, la censura, el estatismo,
el servicio militar, el control gubernamental de esto o aquello, del arte y de
la ciencia. ¡Que se quedaran otros! Les ofrecía la mano derecha, el corazón, la
cabeza, por la oportunidad de ir a Marte. ¿Qué había que hacer, qué había que firmar,
a quién había que conocer para embarcar en un cohete?
Los
hombres de uniforme se rieron de él a través de los alambres. No quería ir a
Marte, le dijeron. ¿No sabía que las dos primeras expediciones habían fracasado
y que probablemente todos sus hombres habían muerto?
No
podían demostrarlo, no podían estar seguros, dijo Pritchard, agarrándose a los
alambres. Era posible que allá arriba hubiera un país de leche y miel, y que el
capitán York y el capitán Williams no hubieran querido regresar. ¿Le abrirían
el portón para dejarlo subir al Tercer Cohete Expedicionario, o lo rompería él
mismo a puntapiés?
Le
dijeron que se callara.
Vio
a los hombres que iban hacia el cohete.
-¡Espérenme!
-les gritó-. ¡No me dejen en este mundo terrible! ¡Quiero irme! ¡Va a haber una
guerra atómica! ¡No me dejen en la Tierra!
Lo
sacaron de allí a rastras. Cerraron de un golpe la portezuela del coche
policial y se lo llevaron al alba con la cara pegada a la ventanilla trasera.
Poco antes que la sirena del automóvil comenzara a sonar, al acercarse una
curva, vio el fuego rojo, y oyó el ruido terrible y sintió la trepidación con
que el cohete plateado se elevó abandonándolo en una ordinaria mañana de lunes
en el ordinario planeta Tierra.
NOVIEMBRE
DE 2005- La
tienda de equipajes
Cuando
aquella noche el dueño de la tienda de equipajes escuchó la noticia,
transmitida directamente desde la Tierra en una onda de luz- sonido, le pareció
algo muy remoto.
Una
guerra iba a estallar en la Tierra.
El
dueño de la tienda de equipajes se asomó a la puerta y miró el cielo.
Sí,
allá estaba la Tierra, en el cielo nocturno, descendiendo como el sol detrás de
las colinas. Las palabras de la radio y aquella estrella verde eran lo mismo.
-No
lo creo -dijo el dueño de la tienda.
-Porque
usted no está allá -dijo el padre Peregrine, que se había detenido para
entretener la velada.
-¿Qué
quiere decir, padre?
-En
mi infancia era lo mismo -explicó el padre Peregrine-. Nos decían que había
estallado una guerra en China y no lo creíamos. China estaba demasiado lejos. Y
moría demasiada gente. Imposible. No lo creíamos ni al ver las películas.
Bueno, así es ahora. La Tierra es China. Está tan lejos que parece irreal. No
está aquí. No se puede tocar. No se puede ver. Es sólo una luz verde. ¿En esa luz
viven dos billones de personas? ¡Increíble! ¿Una guerra! No oímos las
explosiones.
-Ya
las oiremos -dijo el dueño de la tienda---. No puedo olvidarme de todos los que
iban a venir a Marte en esta semana. ¿Cuántos eran? Unos cien mil en un mes,
más o menos. ¿Qué hará esa gente si estalla la guerra?
-Supongo
que volverán. Los necesitarán en la Tierra.
-Bueno
-dijo el dueño-. Será mejor que sacuda el polvo de las maletas. Sospecho que en
cualquier momento habrá aquí un tropel de clientes.
-¿Cree
usted que si es ésta la Gran Guerra de la que tanto se ha hablado las gentes de
Marte volverán a la Tierra?
-Es
curioso, padre; pero sí, creo que volverán, todos. Ya sé que hemos venido
huyendo de muchas cosas: la política, la bomba atómica, la guerra, los grupos
de presión, los prejuicios, las leyes; ya lo sé. Pero nuestro hogar está aún
allá abajo. Espere y verá. Cuando la primera bomba atómica caiga en los Estados
Unidos, la gente de aquí arriba comenzará a pensar. No han vivido aquí bastante
tiempo. No más de un par de años. Si hubieran pasado aquí cuarenta años, todo
sería distinto; pero allá abajo están sus parientes, y los pueblos donde
nacieron. Yo ya no puedo creer en la Tierra; apenas puedo imaginármela. Pero yo
soy viejo. No cuento. Podría quedarme aquí.
-Lo
dudo.
-Sí,
tiene usted razón.
De
pie, en el porche, contemplaron las estrellas. Al fin el padre Peregrine sacó
algún dinero del bolsillo y se lo dio al propietario.
-Ahora
que lo pienso, mejor que me dé una maleta nueva. La que tengo está muy
estropeada...