Qué tal, estimados alumnos:
Les dejo los 5 cuentos para la prueba de este lunes 11/5. Están en un archivo word. Este es el link de donde se lo bajan:
https://www.dropbox.com/s/hv9it0yg5d88t6x/cuentos%20para%20evaluacion%2011-5.docx?dl=0
Por si ustedes desean leerlos en internet, los títulos de los cuentos son:
"Cabecita negra" de German Rozenmacher
"Hombrecitos" de Enrique Wernicke
"La mano" y "Jabon" de Juan Carlos Onetti
"Ni uno ni lo otro" Autor anónimo.
Y por último, les dejo copiados los cuentos al cuerpo de esta entrada por si gustan leerlos directamente desde esta pagina.
Saludos!
Profesor Angel
La mano
A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
—La leprosa.
Por su mano enguantada, la que
durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o
en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún
dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado.
Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano
y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que
exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico
del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos.
"Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe
nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es
síquico".
Y ella pensó que el viejo tenía
razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no
llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan
pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año
que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un
tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las
manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se
acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los
largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma
y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es
posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo
pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano,
obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y
luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la
dicha que le estaban dando.
Jabón
No hizo ninguna seña para que Saad detuviera el coche. La figura estaba quieta y paciente, tal vez aburrida, al borde del camino, junto a un árbol del que empezaba a surgir la primavera como pequeñas lanzas de un verde aún indeciso.
Saad detuvo el coche frente al árbol y vio la gran maleta
negra, vio que la persona que le sonrió tenía una cabeza de mujer, joven,
extraordinariamente hermosa, un suéter rojo que cubría el pecho sin la menor
sospecha de senos; un pecho liso de varón; pantalones negros que no insinuaban
el bulto del sexo. Hombre, mujer, efebo, hermafrodita, Saad lo necesitó de
pronto, con fuerza y jadeando. Necesitó que subiera al coche, necesitó de
aquello con miedo, empezó a creer que lo había estado esperando desde la
primera juventud y casi llegó a creer que necesitaría la presencia o cercanía
de Ello —el corte de pelo era masculino y no había pintura en la cara— hasta el
resto de sus días.
Al entrar, Ello dijo “gracias" y Saad pensó que la
voz no había revelado nada. Era la de alguien que hubiera bebido y fumado mucho
la noche anterior, hombre o mujer.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó Saad para volver la cabeza
y examinar la piel de las mejillas del pasajero: ningún rastro de barba pero el
pecho continuaba hostil y aplastado.
—Un poco lejos. Yo le aviso. Siguiendo derecho. ¿Cuáles
eran sus planes?
Tampoco había nuez en el cuello blanco. "Eran, pensó
Saad, como si Ello hubiera resuelto modificar el viaje proyectado". Y como
si pudiera hacerlo, como si quisiera hacerlo, como si estuviera seguro, segura
de imponer sin violencia sus propios planes. La gran maleta apoyada en el
asiento trasero proponía una mudanza, un querido desarraigo. Y dentro de la
maleta estaba la clave del sexo de Ello, si es que tenía alguno. Porque no
había signos de la adulterada feminidad de un muchacho invertido; nada de la
soterrada virilidad de una lesbiana. Si fuera posible hurgar en la maleta...
—No hay planes rígidos por mi parte. Tengo un mes de
vacaciones, de no hacer, si Dios quiere, nada que me disguste. Pensaba
detenerme En San Sebastián para almorzar. Después seguir hasta Pau donde alquilé
una casita que no sé si la voy a encontrar. Si quiere puede acompañarme a
almorzar y a perdernos entre pinos enormes buscando la casita. Sólo sé que se
llama Pourquoi pas y está cerca del
paradero del Jabalí.
Ello no contestó; se fue reclinando en el asiento,
nuevamente iluminada la cara con la sonrisa y apoyó la nuca en el respaldo como
quien se prepara para un largo viaje.
A los pocos días, el deseo de Saad fue creciendo tuvo
momentos de silencio y de escondido dolor junto a la querida, la plácida
presencia de Ello. Porque aquella criatura adorada le ofrecía —o apenas
insinuaba— su doble cara, sus dos cuerpos y muy pronto el hombre sintió el
impulso angustioso de avanzar y oprimir, indiferente a que sus imaginados
abrazos rodearan un cuerpo de mujer o de hombre.
Pero quería saber. Y cuando Ello bajaba con la cesta de
compras por el caminito sinuoso e impuesto a los grandes espacios de césped
verde por la insistencia de tantos pasos perdidos, entraba como ladrón en el
dormitorio del monstruo ansiado y escrutaba la cama, las dos mesas, los
pequeños frascos de medicina. Lo que no le servía para nada, no revelaba el
secreto. La gran maleta negra siempre debajo de la cama, cerrada con llave.
Y cuando él tomaba sol con los shorts y el pecho desnudo,
Ello se acurrucaba, pantalón negro y suéter rojo, en la sombra del alero de la
casita o bajo los grandes árboles para sonreír en paz a la belleza de las
construcciones blancas distribuidas sin orden por las pequeñas y suaves
colinas.
Tuvo la esperanza absurda, en la que creyó por un tiempo,
que iba a matar la duda entrando al cuarto de baño cuando Ello terminaba de
bañarse bajo la ducha. Pero solamente husmeando, encontró el perfume del jabón
de pino que Ello había hecho espumear en su cuerpo, en su pecho, en la
entrepierna que desvelaba el misterio, siempre solo, y sellado para él.
Hasta que, casi de un día al otro, Saad comenzó a
aceptar. A desear, más que la posesión física de Ello, la permanecía del
secreto, de la duda. Y ahora vigilaba celoso a Ello, con miedo de que una
imprudencia, una frase, le revelara la verdad por cuya ignorancia gozaba ahora
en seguir sufriendo.
Veía a Ello trepar el sendero, ágil y rápido, un poco
inclinado el cuerpo por el peso de la cesta. Sintió frío y vejez, entró en la
casita pensando vagamente qué habría comprado Ello para la comida de la noche.
Ni uno ni otro
Ella era la típica chica tímida. Aquella que en los recreos, caminaba sola. Era de esas chicas que cuando la veías, sentías lástima. Ella guardaba un secreto. Nadie nunca supo más de ella que su nombre: Samanta. Nadie sabía ni su edad, ni de sus padres, ni dónde vivía. Y pocos recordaban el sonido de su voz.
Cada día, todos la veían entrar a clases. Llevaba
siempre una enorme mochila sobre la espalda y un folder que aferraba sobre su
pecho. En el recreo, caminaba hacia atrás y se sentaba en un sitio al fondo.
Durante clases casi nunca hablaba. Solo escribía y prestaba atención a la
clase. Esa era su rutina diaria.
Cierto día, mis amigos y yo decidimos averiguar más
sobre ella. En clase de educación física, cuando todos corrían, choqué con
ella. Tropezó y se lastimó la rodilla. El profesor la mandó a los baños a que
se lavara la herida. Y después se fue a dar la notica al preceptor en la
secretaría escolar.
-Ya vuelvo, chicos. Pórtense bien.- dijo, y ni bien
cruzó la puerta del gimnasio, todos nos abalanzamos sobre las cosas de Samanta.
Mientras el resto de mis amigos hurgaba entre su
enorme mochila con la esperanza de saber más de ella, yo decidí ir tras ella.
Cuando ella llegó a los baños, la vi entrar cojeando. Los baños de mujeres estaban
vacíos, por lo cual no dudé en entrar.
Me escondí tras la puerta, y vi cómo se sentó en el
suelo. Tomó un poco de agua y luego se lavó la herida.
Luego, comenzó a bajarse el cierre de la camperita de
gimnasia. Cuando se tomó del borde de la remera y comenzaba a tirarla hacia
arriba para sacársela, bajé la mirada, me agarró pudor y salí de aquel lugar.
Cuando volví al gimnasio encontré a mis amigos algo
confundidos. Habían esparcido todas las cosas de la mochila de Samanta por el
piso. Un amigo se me acercó y me contó lo que había pasado. En su mochila no
encontraron nada extraño, pero en su folder encontraron dibujos de animales
extraños que parecían demonios combatiendo contra otros que lucían como
ángeles. Los demonios, más grandes, de bocas enormes, devoraban las cabezas de
los ángeles.
-Ey, Dani- me dijo mi amigo, entregándome una especie
de diario íntimo- Esta chica, además de friky, es un misterio. Fijate, todas
las hojas de su diario están vacías.
Cuando tuve el diario entre manos y lo abrí, me di
cuenta que casi todas las paginas estaban escritas. Mis amigos decían que
no había nada, pero quizá, por una extraña razón, solo yo podía leer lo que
contenía ese misterioso diario.
Comencé a leer. Las primeras páginas, en efecto,
estaban en blanco, pero poco a poco, primero muy tenuemente, una frase comenzó
a tomar formar. No me hubiera interesado gran cosa si no hubiera visto mi
nombre en medio de esa frase, repetida una y otra vez. A medida que seguía
pasando las páginas pude leer, cada vez con más claridad: “Te veo, día a día en
clase. Y no puedo apartar la mirada de vos. Siento que me vas a gustar mucho,
Daniel.”
Sorprendido, salí del gimnasio. Estaba asombrado. El
miedo se apoderó de mí cuando recordaba mi nombre una y otra vez entre las
páginas de ese diario.
Cerré el diario y corrí hacia el baño de mujeres,
pensaba que aun ella podría estar ahí. Cuando llegué a la puerta, dentro se
veía un resplandor. Al entrar ella estaba de espaldas, desnuda. Me asusté
mucho, retrocedí e hice caer algo. El ruido la hizo darse cuenta que alguien la
observaba. Ahora ya no podía ocultar su secreto. Yo, ya lo sabía. De su espalda
salían unas enormes y hermosas alas blancas. Era un ángel. Me miró a los ojos
con una expresión de enorme alegría. Es más, parecía que ella sabía que este
descubrimiento iba a ocurrir. Los ojos de ella eran dulces, cálidos, del color
de la miel: acuosos, brillantes. Hablo sobre todo de sus ojos porque todo su
rostro estaba cubierto de una celestial luz blanquecina. Recuerdo que en ese
momento pensé: este debe ser el rostro de dios.
Se puso de pie y comenzó a acercase lentamente hacia
mí. Lo que sentí en ese momento no puedo describirlo sino como una enorme
sensación de paz. Sentía como si quisiera unirme a ella. Algo así deben sentir
las moscas que se acercan llenas de deseo a la luz de una bombilla eléctrica.
-Pronto, seremos uno solo, Daniel- dijo, y su voz me
encandiló aún con más fuerza.
Faltaban un par de pasos para tenerla justo frente
mío, cuando, por la cercanía, pude ver con más claridad su rostro, y sus ojos,
y su boca.
Ella sonreía. Sonreía con esa sonrisa perdida y
quebrada que deben tener los dementes. Sus ojos, abiertos y hermosos, como dos
lunas nuevas me erizaron la espalda. Creí que iba a decir algo, pero lo último
que pude ver fue su lengua, relamiendo sus labios y mirándome. Luego sí, ya
tomándome del brazo con fuerza dijo con su voz carroñera:
-Siento que me vas a gustar mucho, Daniel. Mucho.
Cabecita negra
La niebla era espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la
noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y
pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba
en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un
respingo, y se estremeció, asustado.
El viento siguió soplando. Nadie
despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y
fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una
cebecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso
“Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las
manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo
la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho
y una botella de cerveza bajo el brazo.
—Quiero ir a casa, mamá —lloraba—.
Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su
sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un
chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga
ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a
hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el
gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho.
Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
—¿Qué están haciendo ahí ustedes
dos? —la voz era dura y malévola. Antes de que se diera vuelta ya sintió una
mano sobre su hombro.
—A ver, ustedes dos, vamos a la
comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado,
le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
—Mire estos negros, agente, se pasan
la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la
gente.
Entonces se dio cuenta de que el
vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a
contar su historia.
—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando
con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante—.
Hacete el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como
un puñetazo.
—Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin
comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
—Cuidado señor, mucho cuidado. Esta
arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablado?
—Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía
ningún comisario amigo.
—Andá, viejito verde andá, ¿te creés
que no me di cuenta que la largaste borracha y ahora te querés lavar las manos?
—dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había
dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando
simplemente todo. El señor Lanari temblaba.
—Vea agente. Yo no tengo nada que
ver con esta mujer —dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso
decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que
se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que
era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con
duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de
morsa.
Un animal. Otro cabecita negra.
—Vengan a mi casa, señor agente.
Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto —y sacó
una tarjeta personal y los documentos y se los mostró—. Vivo ahí al lado —gimió
casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro.
Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de
embromar.
El agente miró el reloj y de pronto,
casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea,
lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue
con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las
luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial
se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora
llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos
negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente
sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo.
—Dame café — dijo el policía y en
ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando.
Toda su vida había trabajado para
tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un
cualquiera, un vigilante de mala muerte, lo trataba de che, le gritaba, lo
ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que
ya no supo qué hacer.
El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la
biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo
para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado
el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero.
Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí,
posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse
amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero ¿de qué libros podría
hablar con ese negro? El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se
abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a
los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza
Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia.
Era como si de pronto esos salvajes hubieran
invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le
estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta
en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un
policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
—Qué le hiciste — dijo al fin el
negro.
—Señor, mida sus palabras. Yo lo
trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... —el policía o lo
que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo
le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba
haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en
su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
—Es mi hermana. Y vos la arruinaste.
Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina,
y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree
vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar
todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y
corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente.
La chica abrió los ojos, se encogió
de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a
patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la
cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró
y le dijo al hermano:
—Este no es, José. —Lo dijo con una
voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio
la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía
bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que
algo tontamente le decía adentro
“Por fin se me va este maldito
insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba tan alto y le
dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo
revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo,
sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un
torbellino. De pronto se precipitó a revisar los cajones, todos los bolsillos,
bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si
no le faltaba nada. ¿Qué hacer?, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría,
denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo,
tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le
dolía la boca del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle
abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma, dijo para
tranquilizarse, “hay que aplastarlo, aplastarlo”, dijo para tranquilizarse. “La
fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo
para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que
desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.
Hombrecitos
Nosotros llamábamos “el árbol de la punta” a un viejo ciprés que se hacía sitio en el monte. Le venía el sobrenombre de la extraña distribución de sus ramas que, formando una escalera, permitían fácilmente llegar hasta muy arriba. Si embargo, los últimos “escalones” eran difíciles y, a la verdad, ninguno de nosotros los había trepado.
Federico eligió
aquella prueba. Al principio, su decisión me alegró porque hasta la fecha
teníamos una misma performance de altura. Pero mi hermano era de brazos más
largos.
Caminábamos
tranquilamente por la calle de eucaliptus. Yo silbaba desafinado y altanero.
Federico sonreía divertido.
Llegamos
al ciprés de la prueba. Federico, ceremonioso, hizo mil preparativos. Se sacó
las sandalias y se ajustó el cinturón. Después, mostrándome un pañuelo, me
dijo:
—Vos tenés que
bajarme este pañuelo.
—Bueno. ¡Subí!
–y en la sangre me latía el coraje.
Empezó a trepar.
Desde el suelo seguí con atención sus movimientos. Como conocía las trampas, me
repetía cada tanto, para mí: “Lo hago, lo hago, lo hago”.
Y él, calculando
distancias, tanteando donde pisaba, iba subiendo cada vez más.
Llegó a la parte
difícil. Sus pantalones azules se confundieron con el verde de las hojas.
Llamaba la atención su camisa blanca. Me pareció verlo dudar; se detuvo;
seguramente pensaba. Me imaginaba su situación y sus esfuerzos, y desde tierra
lo ayudé con el pensamiento, estrujándome las manos. Lo vi subir el
pedazo más bravo.
—¡Eh! –me gritó—
¿Es alto?
—Sí –contesté,
admirado sin querer.
—¡Subiré más!
—¡Subí! –lo
incité, olvidando completamente que estaba haciendo más ardua mi propia prueba.
—Pero vos no vas
a poder –me recordó riendo.
—¡Bah!
En realidad, su
risa me había llenado de espanto.
Subió un poco
más y se perdió entre las ramas. Después de un ratito lo vi descender. Y descendía
tranquilo, sonriente:
—No podés, no
podés –me repetía mientras bajaba.
Cuando estuvo en
el suelo, se limpió las manos y se calzó las sandalias.
Sonreía, me
miraba y movía los hombros. Yo, a mi vez, me disponía en silencio. Antes de que
él se acordara me había colgado del árbol y encaramado dos metros. Federico,
sacudiendo las basuras de su camisa, sonreía ante mi empuje.
Me dejó subir
sin hablar. Pasé una rama gruesa que me era conocida porque de ella colgábamos
siempre las hamacas. Luego empezaron las más delgadas.
Cuando Federico
me vio en el “nudo”, me gritó con un poco de susto:
—¡Che, no te
vayas a matar!
—¡No!
Me sentía firme
y seguro, pero los brazos me temblaban con el esfuerzo.
Logré dos
escalones difíciles. Me agarré bien fuerte de una rama y miré hacia abajo.
—¿Qué hacés? –me
preguntó Federico.
No le contesté y
mi silencio lo asustó.
—¡Bajá! –me
gritó. Tampoco le respondí.
Nada. Vuelta a
seguir. Ya distinguía el pañuelo. Mi hermano lo había colgado todo a los largo
del brazo para prenderlo bien lejos de mi alcance. Todavía tenía que trepar un
metro. El susto me hizo dudar. Volví a mirar al suelo. Federico me llamaba.
Trepé sin escucharlo, llegué a la altura necesaria y no supe qué hacer para
lograr el pañuelo. Después de pensar febrilmente, me saqué como pude el
cinturón. Lo sujeté a la rama y prendiendo mi mano sudada a la correa, me dejé
balancear. Oí los gritos de Federico, se me hizo un nudo enorme en el pecho,
creí que iba a caer. Pero, mientras tanto, con la punta de los dedos había conseguido
tomar el pañuelo. Me largué a llorar.
Mientras
descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y
mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la
cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece
solamente que entonces pude sonreír.
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